Bienvenidxs a una nueva newsletter de “Over The Top”, esta vez con un carácter más personal, ya que voy a hablaros de mi relación con el Cine durante más de treinta años. Una relación que empezó a marchitarse, el día en que la televisión volvió a mi vida.
Espero que os guste.
A finales de 1991, ya me había dado cuenta de que necesitaba ir al cine mucho más a menudo que mis amigos. Creo que fue en ese preciso instante cuando comenzó todo. Una de esas decisiones que probablemente marcan tu vida, y que en mi caso se corresponde con el día en el que decidí por primera vez ir solo al cine. Tenía 19 años y no quería vivir la vida que me había tocado (la que yo había elegido), sino la de otros.
Hasta ese justo momento, me había equivocado en todo lo que un chaval de diecinueve años con una vida normal se puede equivocar. Había elegido las Ciencias frente a las Letras para disgusto de algunos de mis profesores, eligiendo jugar ya siempre “fuera de casa”, y había acabado en una carrera que no me gustaba y que sabía que sería una losa para mí (como efectivamente lo fue). Pero supongo que hay algo que te atrae en aquello de intentar hacer aquellas tareas para las cuales no has sido programado, y peor aún, algo que te empuja a acabarlas. Así que sumido en un completo estado de desidia y poco comprendido por muchos de mis compañeros que se preguntaban lo que era obvio, ¿qué narices hacía yo en Arquitectura? Sobreviví como pude a mis años de carrera, acabando lo que empecé.
No obstante ese tipo de condenas autoimpuestas se hacen mucho más llevaderas, cuando como el protagonista del “Brazil” de Terry Gilliam, tu mente está en otra parte. La mía durante más de una década, siempre estuvo en el Cine.
Entonces habían comenzado los ingresos periódicos de mi padre en infinidad de hospitales a causa de su enfermedad renal (la cual yo ya sabía que había heredado), y la única razón que encontraba para levantarme cada mañana, era saber que llegado el viernes me iría al cine; o que incluso con un poco de suerte, por la tarde podría burlar la vigilancia de mi abuela, la cual se había hecho cargo de mí y de mi hermana durante ese tiempo, para poder ver a escondidas alguna de las películas que había dejado grabando por la noche en el “video doméstico” que con ella se había traído. De esta manera, y tan clandestinamente, empecé a vivir la vida de otros, a soñar a través de sus historias, a saber o creer que sabía lo que era el amor, a descubrir los placeres y terrores de la vida, y a sentir de la única manera en la que podía hacerlo entonces, a través de una pantalla.
Los viernes podía acudir a alguna de las muchas salas que había en mi ciudad, y por un módico precio soñar a lo grande en la oscuridad, junto a otras cuantas almas perdidas más, que en el anonimato de las tinieblas, pagábamos por fragmentos de vida y por unos cuantos retazos de sentimientos y emociones; o quizás por poder estar en un lugar donde poder llorar sin ser vistos.
Las largas noches de tablero, dibujando a las horas en las que los demás dormían, pronto encontraron un compañero inesperado en una voz amigable que salía a través de mi viejo transistor; una voz que cansada e irascible, arremetía con cierta saña contra todos los molinos de viento que vía telefónica le llegaban a su estudio de locución. Aquella voz, sorprendentemente se convirtió para mí en cómplice y fuente de conocimiento de un universo ignoto, celosamente guardado en mi interior. Más allá de la una y las dos de la madrugada, los compases de un piano y el eco de una vieja canción, me transportaban a un selecto club de adoradores de la ficción, que alimentó así durante mucho tiempo, mi cada vez más imposible de esconder amor por el cine y por las historias, por la música, las luces, los besos y la magia de lo irreal; insuflando vida en alguien como yo, completamente a la deriva.
Y por más de quince años, así fue.
En el Verano del 94, había empezado como luego supe que empiezan muchos, a anotar en un pequeño cuadernito mis reflexiones sobre todo aquello que veía y sentía. Pasé así oficialmente a ser el “cinéfilo” de mi grupo de amigos, con una cierta carta de presentación, que a mediados de los noventa suponía mostrarse como persona extraña y no confiable, fuera de todo lo normal y de lo deseable entre aquella “gente de bien”, que no podrá nunca llegar a entender el hecho de elegir la vida figurada ajena frente a la propia real.
Y así fui sobreviviendo sólo, cual vampiro entre sombras, alimentándose de la luz de un proyector y de las emociones ideadas y plasmadas por otros en celuloide.
A finales de siglo, ya había hecho de ello una semi-profesión, para disgusto de mis padres que preferían que me sacara una oposición, (una vez comprobado que jamás me dedicaría a la arquitectura). Algo que finalmente acabé haciendo gracias a mi vocación docente, la cual terminé compaginando con el ejercicio de la crítica cinematográfica en proyectos propios y ajenos, acompañado de otros enfermos terminales de la realidad idealizada, que compartían conmigo la pasión por lo impostado.
Pero dado que siempre me he movido por impulsos vitales indescifrables (para todos los demás), abandoné la crítica cinematográfica pocos años después de traspasar el nuevo milenio, tras comprender la absoluta irrelevancia de hacer crítica sobre lo que otros crean, o de diseccionar la belleza o la perfección en pequeñas píldoras, para que sean consumidas por otros. Ahí, terminó para mí el ejercicio de análisis académico de lo audiovisual, dando paso a otro mucho más sencillo y satisfactorio: Enseñar a otros a mirar por sí mismos, y a verse reflejados en los fragmentos de vida enlatados; no para quedar abducidos eternamente bajo ellos, tal y como yo había hecho, sino para extraer lecciones que aplicar en sus vidas. Sin quererlo (o quizás si), me acabé convirtiendo en el profesor que siempre había querido ser.
Pasó el tiempo, y una de esas amigas que por fortuna te acabas cruzando en la vida, un buen día me hizo descubrir (redescubrir) la televisión. Para mí la televisión siempre había sido una forma de entretenimiento menor; un instrumento con un registro de notas más bajo y por lo tanto de menor interés, que había olvidado completamente durante años, ajeno a su enorme evolución. Pero la televisión había cambiado mucho, y cuando me acerqué a ella de nuevo, descubrí que en significante y significado, las distancias entre cine y series se habían acortado hasta extremos insospechados. Fue una enorme sorpresa descubrir que las historias que me habían alimentado durante años, podían contarse de forma diferente, con mayor profundidad, y lo que es más importante con mucha más duración, superando el carácter de evento “salvífico” del cine y sustituyéndolo por el mucho más práctico aderezo de la rutina semanal, con citas ineludibles de pasión asegurada (y sin moverse del sofá).
Pero con todo, lo más importante para mí de redescubrir la televisión, fue encontrar una cierta normalización que quizás nunca he llegado a alcanzar del todo, pero que en aquel momento me permitió acceder a círculos de conversación mucho más amplios, y a todo un nuevo mundo de redes donde el capítulo semanal de tal o cual ficción, vertebraba el tráfico de ls redes y las horas de ocio de mucha más gente. Al fin y al cabo, todo el mundo veía series; y en aquel tiempo veíamos las mismas, y prácticamente el mismo día. Cambié pues, el hecho de escribir para otros, por hablar directamente con esos otros.
No llevábamos más de cinco años del nuevo siglo, cuando dejé de ir al cine sólo y abracé la nueva fe cuyo templo estaba en el salón de mi propia casa. Un culto con un ritual semanal que, cual guión eucarístico, siempre seguía los mismos pasos: Descarga, Subtitulado, Conversión, Almacenaje, Visionado y Conversación. Y ver ficción dejó de ser algo solitario y clandestino, para convertirse en algo solitario y multitudinario a la vez, que podías comentar al día siguiente con amigos, compañeros y alumnos. Y el cine pasó a ser como las fotos de familia de un viejo álbum, donde aquellas historias y personajes vividos sonaban a vidas pasadas, lejanas ya en el recuerdo, dolorosas por lo que en su día representaron tanto por lo que me dieron, como por aquello de lo que me privaron.
Acabé haciendo crítica de televisión, aunque este nuevo cometido me pareció muy distinto respecto al que desarrollé para con el cine. Hablar de series, era más parecido a susurrarle a un amigo, a recomendarle algo junto a unas cervezas en una cálida barra de bar, incluso a hacer reflexiones en tiempo presente sobre el día a día, y sobre la realidad. Lo sentía todo muy lejos de extrapolar grandes sentimientos y emociones universales, en ejercicios literarios recargados de referencias y un tanto interminables. La televisión resultó para mí algo mucho más cercano ,y además me abrió a las personas que tenía a mi lado. Cada episodio te invitaba a quedar con alguien, a coger el teléfono de inmediato para comentar, o a meterte en algún foro para discutir, debatir y elucubrar. Es increíble como ver series de televisión me obligó a exteriorizar emociones, cuando por contra el cine me había llevado a todo lo contrario.
¿Y que fue del cine?
¿Que fue de los viernes a oscuras, de los festivales, del ByN, de las películas franco-iraníes a las ocho de la mañana y del subtitulado en rumano? Para mí, el cine siguió como actividad social, pero perdió ese carácter introspectivo, solitario y casi culpable. Y en la intimidad del hogar cedió su protagonismo a la entrega semanal, y tiempo después al maratón desnortado de plataformas, que desembocó en aquella locura sin sentido que fueron las redes de podcasts no profesionales. En el marco de éstas, arranqué una última carta de amor al viejo celuloide junto a tres amigos, que cual mensaje en botella, hablaba de clásicos perdidos en la memoria de una era completamente olvidada; aquella para la que fueron concebidos y creados. Quizás ya no para esta.
En el momento de auge de las series de televisión, aquello un buen día dejó de tener sentido, y finalmente me olvidé de ver y de hablar de cine.
¿Qué quedó en mí del Cine? Recuerdos y más recuerdos, y un peaje muy alto a pagar por vivir la vida de otros en lugar de la propia.
A día de hoy me resulta físicamente imposible ponerme delante del televisor y volver a ver alguna de aquellas viejas películas que en su día amé con todo mi corazón. Son como fantasmas que persisten en la memoria y a los que no se debe volver a invocar. Al fin y al cabo, ¿Quién quiere volver a repetir los errores del pasado? ¿Quién quiere resucitar el doloroso recuerdo de lo simplemente soñado? Más, cuando es el vivo reflejo de una vida no vivida.
Durante toda mi existencia idealicé el amor y miles de cosas más. Una suerte de injusticia o maldición, para mí y para algunxs con los que me crucé y no pudieron competir con los reflejos perfectos que el cine da. Una comparación imposible, porque no existe una Ingrid Bergman en tu barrio en tu ciudad; porque los besos, jamás llevan música de fondo; y porque la felicidad, como producto vendido a los tristes seres humanos que afrontan el aburrimiento de la cotidiano, es una absoluta ilusión y falsedad.
Así pues, después de tantos años siendo el producto de las luces y las sombras absorbidas desde un patio de butacas, necesité dejar atrás las mil imágenes que me ayudaron a levantarme cada día en aquellos tiempos. Unas imágenes que ahora son sólo polvo de estrellas que nunca he de volver a tocar.
Un fuerte abrazo a todxs. Nos leemos y/o escuchamos.
Excelente post. Jose Luis.
Yo también empecé a ir al cine solo desde muy jovencito.
Y también oía Polvo de Estrellas de Antena 3, con Carlos Pumares con el que aprendí mucho y consolidé mi amor por el cine.
Y vinieron las series con las que también disfruto.
Para hacer la historia corta, entre semana veo series y el fin de semana películas , incluso en salas (y vale, algún episodio).
Pero creo que hoy en día hay más series buenas que películas buenas.
Un abrazo a todos.
Buenas noches José Luis:
Que bonito post.
Ahora entiendo esa afinidad a las recomendaciones y percepciones de José Luis.
"Aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo."
Cuídate mucho y mejórate.
Saludos a todos.